Durante toda mi juventud he
tenido la alegría de vivir en compañía y bajo el techo del Santísimo
Sacramento. ¿Sin él, qué habría sido de mí? En los años más difíciles le
recibía cada 8 días. En el seminario, aún más a menudo. Desde que soy
sacerdote, es mi pan cotidiano. Cuando no lo recibo, lo echo de menos. ¡Es el
verdadero compañero de mi vida!
Es una locura buscar en otra
parte la fuerza y la santidad, cuando la tengo entre mis manos, en mi corazón,
en mis labios. Sólo tengo que hablar para darle a luz. ¿Pero, teniendo el
Santísimo Sacramento, cómo no soy un santo?
¡Dios mío, haced que comprenda y
aprecie, según mis fuerzas y mis facultades, el tesoro de la tierra! Insensato,
he predicado centenares de veces el ejemplo, la fuerza, la luz, el sabor
divinos, las consolaciones que encierra la Eucaristía; he dicho a los otros:
“¡Si supieras el don de Dios!”, ¡y dudo sobre el medio de obtener todo eso!
¡Cómo me consolaba llevar la Eucaristía cuando era diácono!
Cuando fui ordenado sacerdote,
¡qué alegría, qué consuelo, al llevarlo a los enfermos, o cuando por la noche
lo tomaba del Tabernáculo, para llevarlo a un lugar seguro! ¡Cuántas veces he
besado la custodia y el copón! ¡Cómo he envidiado a los primeros cristianos que
le llevaban con ellos! ¡Y, a pesar de todo eso, no me he convertido en santo!
La Eucaristía es mi modelo. Y
para ser un gran santo, no tengo más que imitar a Jesús en la Eucaristía. ¡Qué
humildad! Hay ahí una belleza infinita, virtudes, o más bien, la perfección
completa. ¡Qué ciencia! ¡Qué fuerza, y, sin embargo nada aparece al exterior!
Bajo la apariencia de un pequeño pan tan ligero que un soplo basta para hacerle
volar, un pequeño pan inerte, incorruptible.
Pero, sobre todo, qué gran
lección para nosotros, pobres miserables, que buscamos la estima, la admiración
de todos, y consideramos injustos a aquellos que nos las niegan. Esta humildad
eucarística me ofrecerá buenos temas de oración. Al compararla con mis
pretensiones, mis ojos verán la luz, eso creo.
Pues bien, en la Eucaristía, es
El, su apariencia es más humilde que la de un niño, ¡pero es todo él y para
siempre! ¿Cómo le he tratado? ¿Cómo se le trata, y cómo he imitado su paciencia
y su humildad?...
Tengo que desarrollar esta
devoción al Santísimo Sacramento en la congregación. Favorecerla en las obras,
hablar de ella en todos los retiros que predique. Después de todo, el Santísimo
Sacramento es Jesús, al que tanto deseo amar y que tanto deseo hacer que reine.
Mi gran misión es dar a Jesucristo al pueblo. Debo darle haciendo que le
conozcan, pero, sobre todo, debo darle como él se da a mí. La Eucaristía es un depósito
que se me confía. Si Dios me ha dado el poder inagotable de producirla, es para
que mi generosidad al darla tampoco se agote.
Tengo que hablar al oído del
cuerpo, pero es la Eucaristía la que entra en el alma para hacerse oír. Muchas
veces he deseado ser el puente por el que Jesucristo entraría en las almas.
Pues aquí tengo el medio de convertirme en el puente sensible y material que
lleva a Jesucristo a los corazones. ¡Cuánta intimidad debería existir entre el
sacerdote y la Eucaristía! Es preciso que yo la alcance...
Por otra parte, ¿cómo no tener
confianza cuando vemos que Dios baja a este profundo valle cada día, cada hora?
¿Cómo temer que no escuche mi oración, si vivo con él, si le toco, si le doy a
luz, si le como, si le bebo? Sí, él me escucha, él me lo concederá, él me
sostendrá, hasta que llegue al lugar bendito en el que el amor no tiene ya que
temer el ocaso.
EMILIO ANIZAN - Extracto de las notas tomadas en un retiro hecho en
abril-mayo de 1895 en San Sulpicio.