Llevaba unos
días en Bogotá. Era la primera vez que visitaba un país latinoamericano y
estaba todavía con esa extraña sensación de estar en otro mundo distinto al
tuyo.
Llegué a la
parroquia al final de la reunión del grupo de los mayores, cuando estaban
tomando su agua panela con unos panes muy ricos. Mi compañero me presentó y
todas las abuelas y abuelos del grupo me fueron saludando con esa simpatía del
pueblo colombiano.
A continuación
comenzó la Eucaristía. Era el día de la transfiguración. En la homilía
compartimos entre todos lo que nos decía el texto de la transfiguración.
Después de la comunión, Bernardo, el compañero que presidía la misa, me pidió a
mí y a unas religiosas indias que trabajan en el barrio, que expresáramos qué
significaba para nosotros la transfiguración. Reconozco que me pilló despistado
y no sabía muy bien que decir. Algo dije, aunque no recuerdo. Las hermanas
compartieron sus bellas experiencias. Y después de hablar nosotros, cuando
Bernardo iba a continuar con la misa, se levanta Crisanta y nos dice que quiere
hablar. Ella también quería compartir con todos lo que significaba para ella la
transfiguración. “Desde que han llegado ustedes y las hermanas a este barrio,
yo he cambiado mucho. Yo era muy grosera, iba a la deriva y el Señor me ha
transformado.” Tras sus palabras espontáneas hubo un momento de silencio. Nunca
olvidaré aquel rostro transfigurado por el agradecimiento. Si alguna vez más
tengo que expresar qué es para mí la transfiguración me acordaré de Crisanta.