COMPRENDER EL ISLAM

O MAS BIEN POR QUE NO COMPRENDEMOS NADA

 
 
Todo el mundo opina, todos los expertos se precipitan, los micrófonos se tienden, las redes sociales rebosan de análisis, de gritos, de testimonios sobrecogedores, de teorías sin sentido, de poéticos discursos dando ánimo.
Desde hace años nos vemos invadidos por múltiple informaciones y opiniones sobre el islam. La actualidad trágica del mundo, así como las mutaciones profundas de la sociedad, miran hacia ese islam que periódicos, páginas de internet y emisiones de TV intentan analizar.
 La verdadera pregunta es ¿hay que tener miedo? El islam, con sus mil millones de creyentes, ¿quiere realmente acabar con nuestro modo de vida, con la paz en el mundo? Se comprende que la respuesta a esta pregunta es vital.

Creo que, si no queremos parecernos al DAESH, una vez pasada la legítima emoción, hay que reflexionar, hay que intentar comprender. Pero, justamente, desde ese punto de vista, el islam parece muy difícil de comprender. Y ahí está el problema: cuanto más se explica, menos se comprende. La cantidad de acusaciones y de defensas es tal, que el tema se hace cada vez más incomprensible. ¿Por qué se pueden decir sobre el islam tantas cosas contradictorias, aparentemente fundadas?

Me gustaría ayudar a la comprensión, intentando ver por qué es tan difícil hacerse una idea simple sobre el islam. Si comprendemos por qué no comprendemos nada, ya es un primer paso.

Creo que hay dos errores comunes que impiden comprender algo. El primero, es creer que el islam existe; el segundo, es creer que no existe.

Creer que el islam existe es creer, ante todo, que los musulmanes solo son musulmanes; que su identidad religiosa cubre todo el resto: opiniones políticas, solidaridades nacionales o étnicas, cultura, fantasías…

Renunciar a creer que el islam existe, es también abrir los ojos para ver la extrema diversidad existente en las maneras de vivir el islam. La diversidad es cultural, de Indonesia a Senegal, aunque el islam árabe, el que nos es más familiar, goce de una autoridad moral importante. Pero, la diversidad es también teológica. Está, por supuesto, la gran división, que es hoy la principal fuente de violencia, entre sunníes y chiitas. La separación es antigua, pero, solo recientemente parece haber alcanzado un punto de no retorno, que desestabiliza a todo el mundo árabe.
. Tomemos, por ejemplo, una cuestión tan sensible como la yihad, la famosa guerra santa, incontestablemente mencionada en las fuentes islámicas. Un salafista del DAESH les dirá que es una obligación individual y que cada cual debe salir a matar sin tardar a todos los infieles, tanto los no musulmanes como los falsos musulmanes (los que no pertenecen a su grupo), si es necesario mediante atentados. Un jurista clásico les dirá que es una obligación colectiva, no individual, y que solo puede ser llevada a cabo por la autoridad política legítima, desde luego no por el primer advenedizo creyéndose investido de una misión; y, a menudo, añadirá que la yihad es defensiva, que persigue defender los territorios musulmanes contra las agresiones, y no tomar la iniciativa de agredir. Finalmente, un sufí les explicará que la verdadera yihad es la guerra contra el pecado, contra nuestras bajas pasiones, y que, por tanto, se trata de ascesis, de un trabajo sobre uno mismo. Y entre esas tres posturas tan distintas, habría que añadir no pocos matices (¡la defensa del terrorismo no alcanza la unanimidad entre los salafistas, ni mucho menos, y algunos sufíes son favorables a la lucha armada!) ¿Quién tiene razón? Muy listo sería quien pudiera decirlo.
Los musulmanes pueden decir lo que quieran -afirmarán ustedes-, pero, para descubrir el “verdadero rostro” del islam, basta con acudir a la fuente y leer los textos fundadores. Parece bastante simple, pero pronto constataremos que no es tan sencillo. Para empezar, el Corán es un texto casi incomprensible. Algunos de sus versículos son muy claros, pero el libro en sí mismo es extremadamente difícil.
El Corán está lleno de afirmaciones aparentemente contradictorias. Lo que dará unidad a la lectura, y sentido al texto, y no solo a un versículo por aquí o por allá, es la interpretación. Y hemos de constatar que el islam ha propuesto históricamente, y hoy también, interpretaciones muy diferentes. Es imposible definir cuál es la más correcta.

Yo diría que el Corán no es un texto violento, pero sí permite hacer de él un uso violento.

Sobre todo, que, en cuanto texto sagrado, el Corán no está solo. El islam son también decenas de miles de hadits, esas anécdotas o comentarios del Profeta, sobre prácticamente todos los temas imaginables. También aquí hay escuelas que no comparten el mismo corpus. Y cuando a las diferentes escuelas sobre el Corán, les añadimos las diferentes tradiciones sobre el hadit, nos encontramos con una infinidad de matices. En este tema, como en tantos otros, no existe un “verdadero rostro” a descubrir. Tenemos que admitir que hay varios. Sería muy cómodo que existiera una esencia del islam, el islam reducido a un concepto manipulable, pero, eso no existe. Tenemos derecho a lamentarlo, pero no a ignorarlo.

Si el primer error era creer que el islam existe, el segundo es creer que no existe. Algunos lo aseguran estos días. Todo esto a lo que asistimos no sería más que consecuencia de la miseria social, de las políticas neo-imperialistas de Occidente, del pasado colonial, de todo lo que ustedes quieran, pero, naturalmente, sin relación con el islam. Es igual de absurdo que pretender explicarlo todo con el islam: la religión no es más que un factor explicativo entre otros.

Otra manera de creer que el islam no existe: reducirle a su diversidad, como si no existiera ninguna forma de unidad. Su diversidad es real, pero, al menos en la conciencia de los musulmanes, el islam es algo, no es un mero patchwork de interpretaciones.

Es lo que explica que un movimiento como el califato del DAESH encuentre eco en todos los rincones del planeta. Es también lo que provoca la crisis actual que desgarra al islam y que nos salpica a la cara. Pues, a mi juicio, la crisis del islam es, ante todo, una crisis interna, e incluso una doble crisis interna: la oposición entre sunníes y chiitas es tremenda; pero, aparece, en el seno mismo de la corriente sunní, una guerra muy dura por la definición de la ortodoxia.

Por resumir los actores -y evidentemente simplificando-, hay dos fuerzas que se disputan la ortodoxia musulmana sunní y que se oponen. La primera, es el islam sunní tradicional, el islam imperial -es decir, el que se ha elaborado en el marco de los imperios árabes y otomano, y que ha servido de marco religioso, legislativo y espiritual a esos imperios en el pasado. Esa larga práctica del poder sobre poblaciones muy diversas, le ha obligado a elaborar instrumentos de gestión de la diversidad. Para cualquiera que trabaje sobre este islam clásico, la diversidad es un elemento esencial, a contrapelo de lo que a menudo nos imaginamos sobre un islam obsesionado por la unidad y la uniformidad. El islam imperial no se contenta con ofrecer un marco, naturalmente hoy totalmente superado, pero relativamente generoso en la edad media, para organizar la diversidad confesional en el imperio, permitiendo a los judíos y a los cristianos practicar sus cultos, y encontrando la manera de integrar en ese marco otras tradiciones religiosas, como el hinduismo; sino que también organiza la diversidad en su propio seno: diversidad teológica, diversidad jurídica (el islam clásico acepta, al menos, cuatro escuelas de derecho, que se reconocen entre sí como legítimas, lo que no es poco. Cuatro maneras de comprender la voluntad de Dios, ¡distintas, pero cohabitando en buen entendimiento! Cuatro versiones de la sharia, lo cual impide hacer de ella un absoluto), diversidad espiritual igualmente.
Este islam elaboró a lo largo de los siglos una tradición de sabiduría práctica.

Este islam imperial ha conocido algunos problemas. En el siglo XIX, cuando se hizo evidente la superioridad técnica y científica de Occidente, juntamente con una superioridad militar, que permitió la colonización de inmensos territorios musulmanes, fue acusado, entre los propios musulmanes, de ser la causa de la decadencia de la civilización arabo-musulmana, de haber traicionado, de haberse esclerotizado, de haber perdido el vigor del islam de los orígenes, a fuerza de sutilidades jurídicas y teológicas. Aparecieron movimientos reformistas que quisieron modernizar el islam; algunos, laicizándolo, occidentalizándolo, y otros volviendo a los orígenes.

Es en el seno de este último movimiento donde aparecerá el salafismo. Los “salaf” son los hombres piadosos antiguos, las primeras generaciones musulmanas, consideradas como un modelo insuperable, no contaminados por la degradación progresiva de la tradición. Esta preocupación por el origen como fuente de una posible renovación, aparece en los pensadores musulmanes deseosos de modernizar el islam al final del siglo XIX. Y esta voluntad modernizadora encontrará en su camino un movimiento teológico completamente marginal, el wahabismo, surgido a finales del siglo XVIII en un oasis de los desiertos de Arabia, que promueve un islam beduino, a la vez muy simple y muy rigorista, alejado de la decadencia del islam de las ciudades. Esos dos movimientos, bastante diferentes, van a confluir, a principios del siglo XX, de una forma inesperada. El dinero del petróleo de la monarquía saudí, salafista por excelencia, y la movilización de la yihad contra los soviéticos en Afganistán, que reunió a musulmanes del mundo entero, permitieron a esta ideología extenderse, hasta el punto de pasar de ser una herejía, condenada y menospreciada por las autoridades musulmanas en sus comienzos, a ser una seria candidata a la nueva ortodoxia. El salafismo no es un movimiento tradicional. Es incluso justamente lo contrario: rechaza el islam tradicional, rechaza la tradición, que se constituye de generación en generación, en nombre de una relación directa con el origen.

Ese islam no está cargado de siglos de experiencia histórica con responsabilidades. Nunca tuvo que hacer cohabitar a pueblos, ni aplicar leyes, ni confrontarse con una realidad que se resiste y que obliga a hacer política, que es el arte de pactar con la realidad. Ese islam no se complica con la cultura, es religioso, y sueña con que toda la vida de las personas sea regulada por preceptos religiosos. Sueña con musulmanes químicamente puros, que solo sean musulmanes, y no también egipcios, farmacéuticos, aficionados al fútbol, sensibles a la poesía clásica y alérgicos al pelo de los gatos.

Este islam total tiene un problema -como podemos imaginar- con la diversidad. Que el islam tradicional haya podido admitir cuatro escuelas de derecho, cuatro interpretaciones diferentes de la Ley divina (como hay cuatro evangelios por un único Jesús) les resulta insoportable. La Ley divina debe ser unívoca, idéntica, clara. Se basa en un criterio literal: basta con abrir el Corán para comprender.

Esa literalidad es una ilusión grave, que lleva a pensar que un texto del siglo VII, escrito en Arabia, es inmediatamente comprensible para un musulmán francés del siglo XXI, sin dejar espacio para el razonamiento, la jerarquización, la elaboración intelectual. La existencia de cuatro escuelas de derecho legítimas que han irrigado toda la historia de la corriente sunní, aparece como una extrañeza incomprensible y, sobre todo, inaceptable. Solo puede haber una voluntad de Dios, clara y neta, porque cumplirla es la única vía hacía el paraíso.

Sería falso creer que por eso el salafismo es siempre violento. Los terroristas solo representan una minoría de entre ellos, la mayoría prefieren desentenderse de la política y predicar la sumisión a las autoridades, sean quienes sean. Pero, sea o no guerrero, el salafismo crea las condiciones intelectuales y espirituales para la violencia. ¿Este islam es conforme al islam de los orígenes? Ciertamente no. Además, conocemos mal el islam de los orígenes: las fuentes son tardías, lo que da la posibilidad de una reconstrucción imaginaria digna de las murallas de Carcasona. El salafismo no es el islam de los orígenes, pero ¿es la verdad del islam? Claro que no. Los que hoy lo repiten, diciéndonos que el islam es necesariamente “literalista”, hostil a toda diversidad, brutal, etc., no hacen más que repetir las tesis salafistas. Nuestro deber sería, al contrario, resistir ante esas tesis. No tenemos que elegir el “verdadero rostro” del islam, sino continuar afirmando que hay varios, no porque nos guste, sino porque es cierto.

Por lo tanto, la crisis del islam a la que asistimos, es una crisis de modelo, con el trasfondo de la competencia entre esas dos maneras bien diferentes de vivir el islam. Durante mucho tiempo en una posición de aplastante dominio, el islam clásico, tradicional, consideró en un primer momento el salafismo naciente como una herejía ridícula, un simplismo de beduinos iletrados. El salafismo era condenado sin remisión. Pero, hoy, la competencia entre esas dos concepciones radicalmente diferentes es ruda, y el salafismo contesta al primero su monopolio secular de la ortodoxia. Incluso, parece que la herejía esté convirtiéndose en la mente de muchos en la ortodoxia. Pues, aunque la frontera en el plano doctrinal es clara, no lo es tanto en el terreno de las pertenencias. La mayoría de los musulmanes no se sitúan ni en un campo ni en el otro, pero padecen sus influencias, y hay que reconocer que crece la influencia del salafismo, tanto en el mundo árabe como en Europa.

Este éxito del salafismo se aprovecha de la debilidad ya antigua de las instituciones del islam clásico. El discurso de éstas últimas carece de conexión con la realidad desde hace decenios y, está prisionero, sin creatividad, de los viejos esquemas elaborados, con sabiduría y mesura, pacientemente, en la edad media. Hace demasiado tiempo que ese islam, que nos resulta más simpático, es incapaz de responder con claridad a las cuestiones planteadas por la modernidad. Democracia, derechos humanos, derechos de las mujeres, esos temas modernos cuestionan el marco jurídico clásico, pero seguimos esperando respuestas serias, capaces de conciliar una tradición tan rica y las aspiraciones actuales. Porque el salafismo, movimiento moderno, nacido como reacción a la modernidad, sí tiene respuestas claras en esos terrenos. ¿La democracia?, es no.  ¿Una declaración universal de los derechos humanos?, es no. ¿Derechos de las mujeres, iguales a los de los hombres?, es no. Está mucho mejor adaptado para decir hoy lo que hay que pensar. Sus respuestas a las cuestiones actuales nos desagradan, pero tienen el mérito de darlas. Es por eso por lo que no me encuentro a gusto con el discurso que nos repite que el islam tiene que hacer un “aggiornamento”. Ya lo ha hecho, es el salafismo. La urgencia no consiste para el islam en romper con la tradición, sino, al contrario, reencontrar una relación pacificada, constructiva, con esa tradición. Estas constataciones, demasiado esquemáticas y, sin embargo, ya extensas, nos indican que pedir a las autoridades musulmanas desmarcarse de los terroristas a golpe de pancartas (“¡No en mi nombre!”) y condenar los atentados, es manifiestamente insuficiente. Tampoco basta con proponer un islam “moderado”, frente a los extremistas. Yo espero no ser un cristiano moderado, y creo que lo que subyace a esa demanda no es que haya musulmanes moderados, sino personas moderadamente musulmanas. La expresión supone que los salafistas son más musulmanes que los otros. ¿Qué eficacia puede tener un tal discurso sobre la moderación en jóvenes que lo que precisamente les atrae del discurso salafista es su radicalismo? Solo puede atraerles otro discurso igualmente radical, pero con una radicalidad más profunda, más auténtica, que puede ser, como proponen algunas vías musulmanas, una radicalidad espiritual: la búsqueda de Dios en sí, el encuentro con Dios en la oración personal más que en el atentado suicida, me parece una aventura claramente más radical, si se hace seriamente. En esa vía, la tradición islámica tiene grandes riquezas, que hoy están sin explotar. ¿Sabrá hacerlo en los próximos años? Sería, creo yo, una de las raras maneras de salir por lo alto de las luchas sangrientas; pero, la respuesta pertenece, evidentemente, a los propios musulmanes.

Adrien Candiard, dominico, especialista en el islam, residente en el Cairo.
Conferencia pronunciada el 21 de noviembre de 2015, tras el atentado al semanario Charlie Hébdo en Paris.

                                                             Sintetizó y tradujo José Miguel Sopeña, fc.





 


 

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