MANOS MANCHADAS

Ayer en la celebración del jueves santo nos fijábamos en tus manos Jesús. En tus manos benditas, divinas. Unas manos que fueron creadas nada más que para amar. Unas manos que se pusieron a lavar los sucios pies de sus discípulos. Unas manos que partieron el pan y que ofrecieron el cáliz. Manos de misericordia.

Por la noche nos fijamos en tus manos suplicantes en Getsemaní. Manos sufridas, temblorosas. Manos que hicieron un acto de confianza.

Hoy hemos contemplado como tus benditas manos fueron traspasadas por los clavos. Hoy fijamos nuestra mirada en tus manos muertas en la cruz. Manos llenas de sangre. Manos que ya no se mueven, que no tienen vida. Esas manos que quedaron abiertas, como abiertas siempre estuvieron para socorrer al pobre. Las manos del hijo de Dios que los hijos de los hombres traspasaron.

Tus enemigos, los que querían acabar contigo. Los que creían conocer a Dios, no podían aceptar que el hijo de Dios viniera a ensuciarse las manos ayudando al hombre. Que Dios se manchara de barro las manos para curar al ciego. Que Dios se contaminara tocando a un leproso. Que Dios se ensuciara lavando los pies a sus discípulos.

No. Dios no puede ser así. Dios tiene que tener las manos puras, limpias. Jesús no puede ser Dios. Dios no puede tener las manos sucias e impuras. Jesús es un blasfemo y merece morir. Bastante ha molestado ya. Bastante ha soliviantado al pueblo. Esas manos sucias e impuras deben ser clavadas en la cruz, deben desaparecer en un sepulcro.

¿Así te pagamos tanto amor? ¿Así te respondimos ante tanta ternura y misericordia? Si eso hicieron con el hijo de Dios, ¿qué no harán con los hijos de los hombres?

El viernes santo, en la pasión y muerte del Señor Jesús, todos tuvieron las manos manchadas. Nadie tiene las manos puras y limpias.

Poncio Pilatos se quería lavar las manos para no ser responsable de la muerte de Jesús. Él que podía evitar la muerte del inocente soltó al culpable. Se creía que tenía el poder, pero lo que tenía era miedo y cobardía. Manos cobardes e indiferentes a la justicia.

¡Cuántos poncios pilatos hoy! Nuestros dirigentes de Europa se lavan las manos ante el drama de los refugiados. No es nuestro problema. Aquí no caben, no los queremos. Que se vuelvan a Turquía. Nosotros nos lavamos las manos.

Ellos son responsables de cada una de las muertes de estas pobres criaturas. Como lo fue Poncio Pilato de la muerte de Jesús.

Ante el drama del hambre en el mundo, de la injusticia, de la pobreza, nos lavamos las manos. No es nuestro problema. No podemos hacer nada. Justificamos lo injustificable. Justificamos la cruz.

Los dirigentes del pueblo, los soldados, y todos los que participaron en la muerte de Jesús, se mancharon las manos de sangre. Con la sangre del inocente, del justo, del pacífico. Manos asesinas, crueles, inmisericordes. Como las de los terroristas que explotan una bomba en un tren lleno de gente. Como la de los gobernantes que bombardean una ciudad, un pueblo. Como la de los hombres que matan a su mujer. ¡Tantas manos manchadas de sangre!

Las manos de Judas y de Pedro se mancharon por la infidelidad. Manos que un día te amaron, hoy te traicionan, niegan conocerte. La decepción, el miedo, la mezquindad, el egoísmo. Tantas y tantas actitudes que hacen tanto daño. Que parten tantos corazones. Tantas familias. Manos manchadas, manos frágiles que no son capaces de mantener una promesa, de asumir riesgos, de decir la verdad.

En la pasión todos se mancharon las manos. El cireneo se manchó las manos con la sangre de la cruz de Jesús. La cruz que le ayudó a llevar. Como el buen samaritano se manchó las manos al ayudar al herido al borde del camino. Las manos misericordiosas siempre se manchan. La misericordia mancha. Benditas manos solidarias. Benditas manos manchadas por ayudar a otro a llevar la cruz. Las manos de la misericordia hacen que este mundo sea menos cruel. Alivian muchos sufrimientos y pasiones hoy.

Las manos de las mujeres también se mancharon con la sangre de Jesús. Las manos de María se mancharon cuando pusieron el cuerpo de su hijo sobre ella, sobre el regazo de una madre. Las manos que se ensucian haciendo la comida. Limpiando la casa. Aseando a un enfermo o una persona mayor. Manos de mujer. Benditas manos.

Las manos de José de Arimatea también se mancharon. Él recogió el cuerpo masacrado de Jesús y le dio sepultura. Son las manos del hombre justo, las manos honestan. Las manos valientes para decir la verdad y actuar en consecuencia. Las manos fieles que se manchan, que se implican, que solucionan los problemas.

Todas las manos están manchadas. Las mías y las tuyas. Pero lo importante es saber de qué están manchadas. Que nuestras manos nunca se manchen por la violencia, por el miedo, por indiferencia. Que se manchen por la misericordia, por el perdón, por la solidaridad, por la honestidad y la justicia.


Como las de Jesús. Como las de Dios. Como esas manos que siempre están abiertas, hasta en la cruz. 

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