
“¡Ah! ¡Querido
pueblo, muy queridos desheredados, pobres almas desamparadas, pecadores tan
queridos! Si supieran el don de Dios y comprendieran la salvación que les
aportaría un gran Santo, ¡Ah! Qué oración harían por mí, qué gemido harían por
mí, que gritos desgarradores que obligarían a Dios a hacer de este barro un
Santo. Ellos no lo entienden, pero Jesús lo entiende, lo sabe, lo desea más que
yo. Oh, Dios, escucha a Tú Hijo. ‹‹¡Santifícales!›› Yo soy uno de ellos, tanto
como los grandes Santos, es la oración de Jesús lo que te ofrezco, no me
desmientas tu promesa: ‹‹Todo aquello que demandéis en mi nombre a mi Padre, Él
os lo concederá››” (1895)
“Siempre el tormento de la
Santidad. Ahora, es una sed ardiente, apremiante pero desgraciadamente siempre
insatisfecha. Sin embargo, aquello que deseo no es la santidad aparente, ni
acompañada de gracias especiales, es la Santidad real pero escondida, la
Santidad que no se ve más que a los ojos de Dios para glorificarle, que le
causa un poco de alegría, a los ojos de María para consolarla y por ser amado
por ella, porque deseo ser amado de Dios y de la Santa Virgen María. He deseado
demasiado el amor de los hombres, quisiera no desear más que el Amor del Cielo.
¡Ah! ¿Dónde está la Santidad? ¿Está en la oración? ¿En la penitencia? ¿En el
celo de la gloria de Dios? ¿En la abnegación de sí mismo? ¡Es, creo, como un
fruto maduro escondido que crece solo después de largos suspiros y muchos
trabajos!” (1896)