En la Asunción de María
María, el sueño de Dios al
crear al hombre y la mujer. Es Eva antes del desencuentro con Dios. El ser
humano primordial. La “sin pecado”. Para quien la muerte es una dormición, no
una corrupción, que la lleva directamente junto a su Hijo, el Resucitado.
María, la “llena de
gracia del Espíritu Santo”, la embarazada de Dios.
María, la conducida por
el Espíritu Santo, que la llevó:
- A decir siempre sí a la
voluntad de Dios sobre ella.
- A estar atenta a los
demás: en Caná, junto a unos jóvenes esposos amigos; en la montaña de Judá,
junto a su anciana prima Isabel, también visitada y agraciada por Dios.
- A confiar en Dios, sin
entender todo (¿acaso no es eso la fe?) lo que le ocurría a su familia, y sobre
todo a su Hijo.
- A orar, meditando todas
esas cosas en su corazón, acompañando a los discípulos tras el trauma de la
cruz.
- A ser fuerte ante el
sufrimiento a los pies de su hijo muerto en el tormento de la cruz.
María, identificada con
los pobres de la tierra, que la devuelven el gesto, identificándose con ella en
múltiples advocaciones y fiestas que alegran el corazón.
María, a quien no le
gusta que la identifiquen con los poderosos de este mundo, el “la mujer sin
tacones”, bien pegada a la tierra, que susurra a los que, quizás con buena
voluntad la encumbran: “el Señor derriba del trono a los poderosos y a los
ricos los despide vacíos”.
Por eso, damos hoy
gracias a Dios, por haberla creado y habérnosla dado como madre, hermana y
compañera de camino, espejo en el que contemplamos lo que Dios desea para cada
uno de sus hijos e hijas.
Por eso, con Isabel y
Juan, el milagro que lleva en su vientre, danzamos y cantamos junto a María el
cántico de los humildes: “¡El Señor hizo en mí maravillas!”.
José
Miguel Sopeña, fc
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