TEXTO SACADO DE LA
BULA DE CONVOCATORIA DEL JUBILEO DE LA MISERICORDIA “EL ROSTRO DE LA
MISERICORDIA” DEL PAPA FRANCISCO.
¡Cómo deseo que los años por venir estén impregnados de
misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la
ternura de Dios! A todos, creyentes y lejanos, pueda llegar el bálsamo de la
misericordia como signo del Reino de Dios que está ya presente en medio de
nosotros. (5)
Como se puede notar, la misericordia en la Sagrada Escritura
es la palabra clave para indicar el actuar de Dios hacia nosotros. Él no se
limita a afirmar su amor, sino que lo hace visible y tangible. El amor, después
de todo, nunca podrá ser una palabra abstracta. Por su misma naturaleza es vida
concreta: intenciones, actitudes, comportamientos que se verifican en el vivir
cotidiano. La misericordia de Dios es su responsabilidad por nosotros. Él se
siente responsable, es decir, desea nuestro bien y quiere vernos felices, colmados
de alegría y serenos. Es sobre esta misma amplitud de onda que se debe orientar
el amor misericordioso de los cristianos. Como ama el Padre, así aman los
hijos. Como Él es misericordioso, así estamos nosotros llamados a ser
misericordiosos los unos con los otros. (9)
La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de
Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente
y el corazón de toda persona… Es determinante para la Iglesia y para la
credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la
misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para
penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de
vuelta al Padre. (11)
En este Año Santo, podremos realizar la experiencia de abrir
el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales,
que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea. ¡Cuántas situaciones
de precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la
carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado
a causa de la indiferencia de los pueblos ricos. En este Jubileo la Iglesia
será llamada a curar aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la
consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad y
la debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la
habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye. Abramos
nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos
y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito
de auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos, y acerquémoslos a nosotros para
que sientan el calor de nuestra presencia, de nuestra amistad y de la
fraternidad. Que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la
barrera de la indiferencia que suele reinar campante para esconder la
hipocresía y el egoísmo.
Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante
el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será
un modo para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el
drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio,
donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina. La
predicación de Jesús nos presenta estas obras de misericordia para que podamos
darnos cuenta si vivimos o no como discípulos suyos. Redescubramos las obras de
misericordia corporales: dar de comer al hambriento, dar de beber al
sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir los enfermos, visitar
a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia
espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir
al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia
las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos.
No podemos escapar a las palabras del Señor y en base a
ellas seremos juzgados: si dimos de comer al hambriento y de beber al sediento.
Si acogimos al extranjero y vestimos al desnudo. Si dedicamos tiempo para
acompañar al que estaba enfermo o prisionero (cfr Mt 25,31-45).
Igualmente se nos preguntará si ayudamos a superar la duda, que hace caer en el
miedo y en ocasiones es fuente de soledad; si fuimos capaces de vencer la
ignorancia en la que viven millones de personas, sobre todo los niños privados
de la ayuda necesaria para ser rescatados de la pobreza; si fuimos capaces de
ser cercanos a quien estaba solo y afligido; si perdonamos a quien nos ofendió
y rechazamos cualquier forma de rencor o de odio que conduce a la violencia; si
tuvimos paciencia siguiendo el ejemplo de Dios que es tan paciente con
nosotros; finalmente, si encomendamos al Señor en la oración nuestros hermanos
y hermanas.
En cada uno de estos “más pequeños” está presente Cristo
mismo. Su carne se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado,
flagelado, desnutrido, en fuga... para que nosotros los reconozcamos, lo
toquemos y lo asistamos con cuidado. No olvidemos las palabras de san Juan de
la Cruz: « En el ocaso de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor ».
Muchas personas están volviendo a acercarse al sacramento de
la Reconciliación y entre ellas muchos jóvenes, quienes en una experiencia
semejante suelen reencontrar el camino para volver al Señor, para vivir un
momento de intensa oración y redescubrir el sentido de la propia vida. De nuevo
ponemos convencidos en el centro el sacramento de la Reconciliación, porque nos
permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia. Será para
cada penitente fuente de verdadera paz interior. (14)
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