EN LA FIESTA DE LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ.

EL ROSTRO DEL CRUCIFICADO

Me llamaron para visitar a un joven del barrio que estaba gravemente enfermo, parece ser que tenía sida y quería hablar con un sacerdote.

Por la tarde me acerqué a su casa, la familia me pasó a su habitación. Me encontré con un joven al que la enfermedad había dejado en los huesos, no pasaría más de 35 kilos. Tenía 26 años y se llamaba Julián.

Se alegró de la visita, tenía ganas de hablar, no recibía muchas visitas.

Me llamó la atención su gran sinceridad. Me contó su historia y cómo había estado enganchado a la droga durante varios años. Me contó todas las peripecias que le habían sucedido en este tiempo.

Deseaba hablar también sobre Dios, sobre el perdón y la otra vida.

Era consciente que la enfermedad iba avanzando y el final no era muy lejano. Hablamos si le gustaría recibir el perdón y la unción de los enfermos y me dijo que sí. Quedé con él en pasarme otro día para hablar más despacio y recibir la unción.

Volví a casa impresionado por la actitud de este joven drogadicto y enfermo de sida, su sinceridad y profundidad y su deseo de hablar de Dios.

A los pocos días volví a verle. Iba pensado por el camino qué decir a un joven de 26 años sobre la muerte, cómo hablarle en su enfermedad del amor de Dios.

Entré en la habitación, me acogió con una sonrisa y un apretón de manos. Sentado en una silla junto a su cama vi sobre la mesilla de noche un libro de los Evangelios. Me llamó la atención y le pregunté si lo leía.

Me dijo que era creyente y me explicó que sufría terribles dolores desde hacía semanas, sobro todo por las mañanas y que entonces cogía el evangelio de Marcos y leía la Pasión de Jesús y me decía emocionado: “Cada vez que lo leo, lloro, pero no de dolor, sino de alegría, porque me uno mis dolores a los de Jesús y eso me da mucha paz y alegría; sentirme unido a Él, llevando la cruz…”

Según le escuchaba me iba sintiendo más pobre y pequeño ante aquel joven y mi corazón se admiraba al descubrir el rostro de Dios, el rostro del crucificado en aquel drogadicto, enfermo de sida.

Se confesó y recibió la unción. ¡Qué sinceridad y qué deseos tan grandes de reconciliarse, de sentirse perdonado, qué paz irradiaba al sentirse acogido y perdonado por Dios!, convencido que al final de su camino un Dios Padre le esperaba con los brazos abiertos.
Seguí visitándole varias veces, su salud iba empeorando. Murió unos meses más tarde con una gran paz. Había experimentado el amor, la misericordia de Dios, había experimentado la cruz y vislumbrado la resurrección.

En mí quedaron grabados para siempre sus gestos, sus palabras, como un evangelio vivo y me recordaba las palabras de Jesús: “Tuve hambre y me diste de comer…”

Los pobres me evangelizan. ¡Cuántos tesoros, cuánto amor, cuantas huellas del crucificado encontramos entre los más pobres y marginados! ¡Cuántas personas con el rostro desfigurado por la vida, las circunstancias, nos hablan también hoy de Dios!
Gracias Julián por tu testimonio de fe.